martes, 29 de noviembre de 2011

Diego Martín Aguilera (1757-1799), "el brujo volador".

A tono con la anterior entrada, donde narrábamos las peripecias del señor "Centella", artesano-artista de la madera, vaya esta nueva entrada, sobre otro artesano de la madera, algo más añejo y atrevido, quien obtuvo resultados más inciertos que los de nuestro buen luthier cordobés.

Cuando el rey García I de León, encomienda en 912 al Conde de Castilla, Gonzalo Fernández de Burgos -padre de Fernán González-, la repoblación del área del Duero, entre Clunia, San Esteban de Gormaz y Haza, se levanta la nueva población y fortaleza de Clunia, sobre un cerro, al sur de la primitiva ciudad romana, que hoy conocemos como Coruña del Conde.
El cambio de emplazamiento, viene motivado porque desde allí se tiene un mejor control de la calzada, que sube del Duero hacia el norte, y de los dos puentes romanos que atraviesan el río Arandilla. Siguen años en que la ciudad está, alternativamente, en poder de musulmanes o castellanos, a estos últimos pasará definitivamente en 1011. A partir de esa fecha, su nombre se va corrompiendo: Cluña, Crunna, Curuña, hasta llegar al que lleva hoy.
Al mismo tiempo crece su importancia económica, pues habitada por castellanos, moriscos y judíos -su judería será la más numerosa de la Ribera del Duero-, goza de una intensa actividad mercantil. Hasta que la Inquisición decide actuar, sin tener en cuenta las consecuencias. Entre finales del s.XV y comienzos del XVI, moriscos y hebreos son expulsados, para a continuación perseguir ferozmente a los conversos, con tortura y hogueras como método persuasivo. Todo ello, propiciará que su importancia económica y cultural decrezca, lenta pero imparablemente, pues la actividad inquisitorial, aunque atenuada, no decreció en los siglos siguientes.
En dicho contexto social, debemos encuadrar el extraño y prodigioso suceso protagonizado por el pastor Diego Martín Aguilera, en 1793. 

El castillo de Coruña del Conde (Burgos) tiene ante sus muros un extraño artilugio, cuya silueta desentona de las medievales piedras, causando el pasmo del visitante. Se trata, nada menos que de un avión de combate, el cual se yergue ante los viejos sillares, trazando un desafiante simulacro de vuelo rasante.
Resulta ser un singular homenaje, del Ejército del Aire español, realizado en 1993, a la figura de un pastor de la localidad, Diego Martín Aguilera (1757-1799). Este joven, pobre pero emprendedor e ingenioso, inventó diferentes aparatos para facilitar el trabajo de sus convecinos, mejorando el funcionamiento de los molinos, los batanes, o la serrería de las canteras.
Por el estudio del vuelo de las aves, y de la mecánica del viento en los molinos, Diego, llegó a la creencia de poder desarrollar una máquina para volar como los pájaros. A finales del s.XVIII, trabajó durante seis años perfeccionando un artilugio volador, que construyó con ayuda del herrero local, a base de maderas, articulaciones de metal, y tela recubierta de plumas.
En la noche del 15 de mayo de 1793, llevaron el aparato a la peña más alta del castillo, y Diego se lanzó al vacío diciendo: "Voy a Burgo de Osma, de allí a Soria y volveré pasados unos días..." El pastor aeronauta consiguió alcanzar "de cinco a seis varas de altura", emprendió rumbo al Burgo de Osma y, tras haber volado "cuatrocientas treinta y una varas castellanas" -cerca de 360 m.-, tomó tierra en la orilla opuesta del río. Y ello, porque hubo de realizar un aterrizaje de emergencia, a causa de la rotura de una pieza metálica de las alas.
Este primer intento, con relativo buen resultado, habría tenido continuación, si no fuese porque los vecinos, enterados de su proeza, le tomaron unos por loco y otros por endiablado.

El prodigio de este suceso, no estuvo tanto en el aparato, ni en el vuelo, ni siquiera en llegar a tierra sano y salvo, sino en escapar de sus airados vecinos, los cuales, azuzados por los sacerdotes, tildándole de brujo diabólico, la emprendieron a golpes con el "satánico" aparato, que luego incendiaron hasta destruirlo.
Y el ingenioso pastor, incomprendido precursor del vuelo sin motor, aun tuvo suerte de poder escapar ileso, poniendo tierra de por medio durante una temporada, antes que interviniese la Inquisición. Cuando las aguas se hubieron calmado, regresó al pueblo, donde falleció a los seis años de su frustrado vuelo, cuando contaba 44 años, siendo el hazmerreir de sus incultos y supersticiosos convecinos.
¿Qué habría llegado a conseguir este ingenioso pastor, si la estulticia de sus vecinos y el oscurantismo de los clérigos no hubiesen frenado en seco su carrera?
Aunque otra interrogante nos asalta, porque no cabe duda que el astuto pastor-artesano se merecía un monumento, pero ¿se merecía este monumento, y precisamente en dicho lugar ?

[Por cierto, si el castillo les gusta, pueden comprarlo por el módico precio de 1 €. Si, si, un euro, pues el Ayuntamiento, al carecer de fondos para su restauración, lo ha puesto a la venta, con la única condición de que el comprador se comprometa a repararlo y conservarlo].

Salud y fraternidad.

sábado, 19 de noviembre de 2011

El luthier "Centella"... a la vejez "vihuelas".

En la cordobesa Plaza Pineda, casi frente por frente con el alminar de la mezquita que los Caballeros de San Juan transformaron en templo de su orden, se ve el acristalado portón de un taller anónimo, sin cartelones ni reclamos. Es un zaquizamí, de esos ante los se suele pasar sin apenas fijarse en ellos. Si no hubiese sido por los curiosos objetos, que colgaban tras los enturbiados vidrios, nosotros también habríamos pasado de largo por éste.
Y es que, tales obradores, son restos de una economía prácticamente desaparecida, una economía familiar, de artesanos enamorados de su oficio, enamorados del trabajo bien hecho, enamorados de que el trabajo de sus manos además de útil fuese bello.

A pesar de su aire de otros tiempos y otras gentes, aire caduco pero digno y honrado, el tallercito rezumaba vida. En su interior se distinguia la figura encorvada de un artesano, completamente concentrado en su labor, cualquiera que fuese, que estaba llevando a cabo sobre un banco de carpintero.
Iluminado a medias, entre el reflejo de la claridad solar y la mortecina luz de un viejo flexo, la cansada vista del hombre guiaba unas manos nudosas, pero todavía firmes, moviendo un pequeño formón, como el director de orquesta mueve la batuta. Porque, en aquel lugar y en su trabajo, a pesar de su humilde apariencia, se comportaba como el más renombrado director gobernando una filarmónica.

Nos hemos detenido a observar su trabajo, pero no queremos que nos tome por simples curiosos, o descarados turistas, y saludamos con cierta timidez, casi de puntillas, temiendo interrumpir la concentración que lo embarga.
-Buenas tardes, caballero.
-Buenas tenga usted. ¿Desea algo?
-Si no le molestamos, ¿le importa que entremos, a verle trabajar? Es que, nos admira ver como hacen su labor los artesanos y, por las señas, usted parece serlo. Y no de los malos.
-Hombre, uno en su modestia hace lo que puede. ¡Pero pasen, pasen, que no molestan!
-Quedan ya tan pocos de esta "raza", y usted perdone la forma de señalar, que nos parece un privilegio poder contemplar alguno de vez en cuando.

El formón continúa surcando la madera, con movimientos cortos, rítmicos y calibrados, hiende el leño y extrae pequeñas virutas, preparando el hueco donde luego incrustará unas pequeñas piezas, realizadas con maderas de otro color, para conformar fantásticas geometrías cromáticas. 
-Y ¿lleva usted muchos años en este oficio?
-Muchos, si señor, muchos. Toda la vida, no le digo más.
-¿Haciendo siempre estas artesanías?
-No que va, a esto sólo me dedico desde que estoy jubilado. Ahora ya puedo hacer lo que me gusta de verdad. Antes tenía que hacer muebles corrientes y trabajos de carpintería, era lo que daba de comer y había que ganarse la vida. Ahora con la pensión me apaño, y con esto la complemento un poco, al tiempo que me distraigo. Ya me ve, a la vejez...

-Pues resulta una distracción muy artística, si señor. ¿Y de qué se trata esta pieza?, si no es indiscrección.
-¡Qué va, hombre! Estoy acabando una mesita, este es el pie central.
-Parece un trabajo bastante laborioso, de mucha precisión.
-La cosa requiere ser muy detallista, si no... se estropea en un momento el trabajo de un mes.
El artesano, deja su labor por un instante y, como si de un truco de manos se tratase, de un invisible bolsillo saca el viejo pañuelo para secarse el sudor, que perla su arrugada frente a causa de trabajar inclinado tan cerca del flexo, un trasto que calienta más que ilumina.
Aprovecha la pausa y toma, de un rincón, el tablero de la mesita, ya acabado, un primor que nos muestra con el orgullo del trabajo bien hecho.
-¿Es marquetería, esto que está haciendo ahora?
-Incrustación, taracea y marquetería, las tres cosas a un tiempo. Esta mesa tiene todos esos trabajos, y no se crea, que ni siquiera en los libros los distinguen bien, diccionarios he visto yo que los mezclaban y confundían.
-Pues, mucha cabeza hay que tener para realizar esto, porque no parece algo simplemente mecánico.
-Tanto que no, hay que saber de números, tener su miajita de geometría, y una pizca de imaginación.

Mientras nos explica, con su hablar pausado y cadencioso, las diferencias entre las tres técnicas que emplea, en la pieza que lleva entre manos, la vista se nos va tras los cristales de las puertas, donde cuelgan unos rústicos instrumentos, cuya aparente humildad queda desmentida por el fino trabajo de sus tapas, cuya exquisita y variada filigrana delata al autor.
-Y, estos instrumentos musicales, ¿también son obra suya?  
-Si señor, un día me trajeron uno del África, de tierra de moros, me gustó y me atreví a copiarlo. No recuerdo bien que nombre le dan por allá, antaño también los hubo por acá, rabel se llamaba, y lo mismo lo tocaban moros que cristianos. Los tengo vistos en el libro aquel, que mando hacer el rey don Alfonso el décimo, practicamente igualitos, en manos de los trovadores. Y había otros parecidos, que llamaban vihuelas.

Junto a la puerta, descansando en el umbral, se encuentra un rabel a medio hacer, secando el encolado del mástil sobre la caja.
-¡Vaya, pero si la caja está hecha de una calabaza!
-Claro, así los hacen ellos. Se corta una calabaza, de estas largas, por la mitad, antes hay que dejarla secar, o como dicen "curarla", luego se le pega el mástil, se añade la tapa, el puente, las clavijas, se barniza y pinta todo, se ponen las cuerdas, y ya está. Listo para irse con la música a otra parte.
-Hombre, eso de que ya está, ya está... vale, pero antes se ha trabajado todo con buena técnica y buen arte, sobre todo esas tapas. ¡Vaya calados, preciosos!
-Bueno, bueno, a ratitos perdidos, poquito a poco, con buen pulso, sale la cosa.
-¿Poquito a poco dice? Eso tiene su ración de arte y mucho amor al oficio.
  
En los ojos del artesano, tras los gruesos cristales de sus gafas, brilla esa lucecita de orgullo que muestran los padres cuando el hijo les sale listo como el hambre.
-Es que, cuando se trabaja a gusto, en lo que uno quiere, y sin prisas, pues parece que la cabeza funciona mejor, que se tiene más capacidad para sacar el arte, poco o mucho, que se lleva dentro.
-¿Los calados de las tapas, son de su invención?
-De todo hay, busco en los libros dibujos trazados por los moros, y luego les añado algo de mi imaginación. Otras veces, me inspiro en las cosas que decoran la Mezquita Mayor. Así me van saliendo, unas veces de una manera, otras veces de otra. Lo que no me gusta, es repetir nunca el mismo modelo, más o menos trabajados siempre los hago distintos.
-¿Y son siempre, de tres y cuatro cuerdas?
-Si, porque para uno de cinco cuerda, estas calabazas, como cajas de resonancia resultan pequeñas.

Hay mucho de matemáticas y geometría en este trabajo artesano, esos calados no salen de la nada a la primera, ni esas taraceas, marqueterías e incrustaciones se hacen solas. También hay mucho amor a un trabajo que no sólo llena los ojos, sino que complace el espíritu. Y, desde luego, tiene que haber algo más.
-Entonces, seguramente entiende usted de música, porque un luthier, un constructor de instrumentos, que no sabe de música...
-¡Ná, poca cosa, lo justito para ir tirando! Lo preciso, para no desafinar con los instrumentos.
-Lo justito y lo preciso, seguro. Y, perdone la indiscrección, ¿se venden bien estos rabeles?
-Bien, bien, lo que se dice bien... van saliendo a su aire, ahora parece haber un renovado interés por estas músicas de antaño, que hasta las mezclan con el flamenco. Hay algunos músicos, solistas o grupos, que se decantan por tales instrumentos.
A nosotros, estos rabeles nos recuerdan lejanamente aquellos morin khuur, o "vihuelas cabeza de caballo", que desde antiguo construyen los mongoles. Instrumentos de las estepas, que a través de la "ruta de la seda" llegaron hasta el próximo oriente, para pasar al norte de África y luego hasta al-Andalus. Instrumentos nómadas, declarados por la UNESCO "patrimonio de la humanidad". 

Nuestro artesano, pone tanta pasión en sus rabeles como en sus taraceas. ¿A dónde habría llegado este buen hombre, si la necesidad de los tiempos no le hubiese obligado a posponer el desarrollo de su vocación como luthier?
-Una pena tengo, y es que no son exactamente como los antiguos. Me dicen que, en los originales, las cuerdas eran de pelo de caballo, pero ahora eso resultaría muy costoso para instrumentos tan humildes.
-Pues a usted le parecerán humildes, pero a nosotros nos parecen magníficos.
El artesano calla, sonríe, algo azorado por nuestras alabanzas, se concentra de nuevo en el formón y en la pata de la mesita. Es hora de partir, y dejar al buen hombre disfrutando de su labor, de su "opus magna".
-Bien, no le molestamos más. Le estamos muy reconocidos, por sus atenciones y su tiempo. ¿Es usted tan amable, de decirnos cual es "su gracia"?
-"Centella" me llaman, de toda la vida, para lo que gusten mandar.
-Pues que sea por muchos años, y hasta mas ver.
-Que así sea, vayan ustedes en paz.
Cae la tarde de marzo, en la cordobesa Plaza Pineda, casi frente por frente al viejo y ruinoso alminar de la mezquita que los Caballeros de San Juan convirtieron en templo de su orden. Abandonamos el taller, apenas un zaquizamí, convencidos de que el señor "Centella", además de fino ebanista, es un auténtico luthier, un "luthier popular", anónimo, al que quizá la UNESCO debería tener en cuenta, porque ha sabido hacer "a la vejez... vihuelas".

Salud y fraternidad.